-Oye, cuéntame lo de Mahler...- y su rostro se transfiguraba de la alegría, y es que aseguraba que había vivido en Viena antes de la guerra- cuando Viena todavía era Viena- y que había asistido al estreno de la cuarta sinfonía, que era su favorita -me encanta...- sobre todo el segundo movimiento, bueno, y el cuarto- ¡ y dirigida por el propio Gustav Mahler!- y que en aquellos años de preguerra había tenido la inmensa fortuna de verlo varias veces por la calle- una vez iba con el otro...con...¡eso, Richard Strauss!- y sonreía arrobada, como si lo tuviese delante...
Hubo un tiempo en que yo la importunaba hasta las lágrimas, como cuando le dije que Mahler era un acomplejado, que se había ido a Leyden para que Freud lo psicoanalizase y que, al parecer; tenía -fijación materna- y que ni siquiera hablaba bien, que no sabía pronunciar la erre.
En fin, eso se había acabado, había comprendido lo esencial: que no hay nada como una mentira bien contada e incluso, en casos de muy extrema necesidad, como una mal contada, una cualquiera, que nos engorde la vista. Y es que no podemos hablar más que de mentiras, o de la verdad por exclusión.
-Lo más importante de la música no está en las notas- eso es lo que decía Mahler, y tenía razón.
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